Más que una festividad religiosa, el rito del 31 de diciembre actualiza un acuerdo de paz de 1593 que exigió la renuncia de un gobernante violento para evitar la guerra; un mensaje vigente sobre la búsqueda de consensos y el servicio al bien común.

Este fin de año, en medio de la vorágine de la agenda pública, la ciudad de La Rioja detendrá su marcha para mirarse en el espejo de su propia historia. No se trata solo de una celebración litúrgica, sino de la reactivación del Tinkunaco, un acontecimiento donde “fe, memoria y poder se abrazan” para dar sentido a la identidad de la provincia.

El ritual, que tendrá su punto culminante este 31 de diciembre al mediodía frente a la Casa de Gobierno, escenifica una resolución política y social de hace más de cuatro siglos que mantiene una vigencia asombrosa. En un contexto de “tensión extrema” en 1593, cuando los pueblos diaguitas y los conquistadores españoles quedaron al borde de una guerra de exterminio, la salida no fue la victoria de las armas, sino un acuerdo institucional mediado por la fe.

Un choque de cosmovisiones y la renuncia del poder

El trasfondo histórico del Tinkunaco relata un conflicto que excedía lo territorial para convertirse en un “choque de cosmovisiones”. La explotación de los nativos y la incomprensión cultural —donde para unos la tierra era la Pachamama y para otros un recurso— habían dinamitado la convivencia.

Fue entonces cuando la intervención de San Francisco Solano, un fraile que eligió la “empatía antes que la imposición”, cambió el curso de los hechos. Su figura emerge como el arquetipo de una “autoridad moral, basada en el diálogo y no en la fuerza”, logrando frenar a las huestes diaguitas que marchaban para arrasar la ciudad.

Pero la paz tuvo un precio político concreto: los pueblos originarios aceptaron la tregua, pero exigieron la “renuncia del violento alcalde español”. A cambio, propusieron una solución inédita para la época: que el Niño Jesús fuera nombrado la autoridad máxima, naciendo así la figura del Niño Alcalde. Se trató de una maniobra de ingeniería institucional donde el poder terrenal cedió paso a una autoridad simbólica que se eleva “por encima de los intereses humanos y une a todos bajo un mismo acuerdo”.

La inversión simbólica del mando

La ceremonia actual, estructurada luego por los jesuitas, es una representación visual de esa transferencia de poder. El gran protagonista es la imagen del Niño Alcalde, investido con los atributos de mando de la época colonial, representando una “autoridad justa y trascendente”.

Frente a él, la imagen de San Nicolás de Bari —figura venerada que en el rito ocupa el lugar de los españoles y sus herederos simbólicos, los Alféreces— realiza el gesto más potente del Tinkunaco: las “tres genuflexiones”.

Este acto no es meramente devocional; es una “inversión simbólica del poder”: quien ostentaba la fuerza (el conquistador) reconoce ahora una autoridad superior. Es, según define la tradición, un mensaje claro hacia la dirigencia de todas las épocas: “Todo poder debe estar al servicio del bien común”.

«Existimos juntos»

Acompañando al Niño Alcalde marchan los Aillis, representantes de los pueblos originarios, en una procesión que transforma a la capital en un escenario de “memoria colectiva”. El Tinkunaco —que en quechua significa «encuentro»— funciona así como un espacio de diálogo donde el pasado interpela al presente.

Lejos de ser una pieza de museo, la celebración “no congela la historia: la reactiva”. Es el momento en que La Rioja reafirma una identidad construida “no desde la victoria, sino desde la reconciliación”. Al encontrarse, saludarse y arrodillarse, la sociedad riojana renueva tácitamente aquel pacto fundacional para decir: “Existimos juntos”.

Por Eduardo Nelson German

Periodismo + Opinión

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